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En la inmensa y regia morada del Olimpo, el gran festín llegaba a su término. Recostados en dorados lechos, los Inmortales bebían el néctar, fúlgido licor de la juventud, que los coperos divinos, Hebe y Ganímedes, vertían como ríos.
La fiesta se celebraba en honor de la diosa Tetis, desposada con Peleo, de cuyo matrimonio nació luego Aquiles. Zeus se hallaba en el centro del gran convite, rodeado por los hermanos Hades y Poseidón; las hermanas Hera, Hestia y Demetria; los hijos de Hera: Ares y Héfaistos; Apolo y Artemis, hijos de Latona; Atena, Hermes, Afrodita, Dionisio y numerosos sátiros y ninfas, que danzaban y cantaban para deleite de todos los presentes.

De repente en el salón se hizo el silencio. Todas las miradas se fijaron en una extravagante figura que había aparecido en el umbral: Eris, la única diosa que no había sido invitada. “Es demasiado intrigante —habían convenido los anfitriones—. Es capaz de echar a perder la fiesta con sus maledicencias?. Y ahora se hallaba en medio de los convidados. Cuando estuvo cerca del triclinio donde se hallaban sentados los dioses mayores, la maléfica diosa extrajo de entre los pliegues de su túnica una manzana de oro y la arrojó sobre la mesa, exclamando: “He aquí mi regalo. Es para la más bella de las diosas.” Dicho esto, la diosa de la discordia se retiró.
Después de un instante de sorpresa, las tres diosas que se hallaban sentadas alrededor de la mesa: Palas, Hera y Afrodita, alargaron la mano hacia la reluciente manzana; pero se detuvieron sorprendidas y se miraron unas a otras. Zeus, el señor de los dioses, que observaba la escena, sonrió, e interviniendo dijo: “El único medio para conocer cuál de vosotras es la más bella, y establecer, por consiguiente, a quién corresponde la manzana de la discordia, es recurrir a un arbitraje. Escoged entre los mortales un juez de vuestro agrado y acatad su decisión.”
Como siempre, Zeus había sentenciado sabiamente. Después de reflexionar, las tres rivales decidieron confiar la suerte al más hermoso de los mortales, al joven vástago de Príamo, el príncipe Paris Alejandro, que vivía  desde su nacimiento, entre los pastores del monte Ida. Un oráculo había pronosticado que sería la ruina de Troya, por lo que su madre lo ocultó en la montaña, desobedeciendo las órdenes del esposo, quien, en vista de tan funesto agüero, había decidido eliminar al hijo. Una mañana, mientras cuidaba su rebaño en un valle solitario, Paris vio aparecer ante sí tres maravillosas doncellas. Entregáronle la manzana, le explicaron lo que esperaban de él y, secretamente, cada una le hizo una promesa.
Palas le prometió la sabiduría; Hera, el poder; Afrodita, la pequeña diosa nacida de la espuma del mar, le prometió la más linda mujer del mundo. Luego, las tres concurrentes se colocaron frente a Paris. Éste titubeó un instante, y por fin entregó la manzana a Afrodita, quien la tomó con alegría, mientras las otras se alejaban furiosas.
Instruido por Afrodita, Paris descendió hacia los valles y salió a buscar a la mujer más bonita del mundo y llegó a Esparta y tocó en la puerta del palacio de Menelao, que era el rey de allá, y esposo de Helena, precisamente la mujer más bonita del mundo.
Helena era hija de Zeus con Leda y melliza de Pólux, hermana de los también mellizos Cástor y Clitemnestra, estos dos últimos hijos de Tíndaro. En Esparta recibieron muy bien a Paris. En cierta ocasión salió Menelao de urgencia para una guerra. Helena y Paris se enamoraron, y se escaparon para Troya.
Cuando volvió Menelao de su guerra se enteró de lo que había pasado. Llamó a los otros jefes griegos, compañeros de él a que fueran a Troya a recobrar a Helena y a castigar a Paris.
Así empezó la famosa historia de la Guerra de Troya.

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