Como sabemos y como había dispuesto el destino inexorable, Zeus ascendió a las
doradas cimas del Olimpo; destronó y desterró al viejo Saturno (Cronos) y reinó
en su lugar, sobre el trono divino. Pero los primeros tiempos de su mandato no
fueron fáciles para el joven rey.
Debéis
saber que, encadenados desde hacía milenios, vivían en las profundas y
pavorosas cuevas, los Titanes. Eran monstruosos gigantes, tan orgullosos que no
quisieron reconocer la autoridad de aquel joven rey.
Y,
para demostrar su descontento, sacudieron rabiosamente la corteza terrestre,
hicieron temblar las montañas, produjeron terremotos, suscitaron fragores y desdichas
sin fin sobre toda la haz de la tierra.
Entonces
Júpiter, creyendo con ello poner fin a tanto tumulto, los liberó generosamente.
Pero fue un error. Lejos de calmarse, los gigantes, al verse libres, salieron
en hordas de las cavernas subterráneas y se lanzaron con furia contra el
Olimpo.
Para
alcanzar la espléndida morada de Júpiter, amontonaron las montañas, unas sobre
otras, y ascendiendo sobre ellas arrancaron, desde allí, piedras enormes y las
lanzaron, contra la cima luminosa cubierta de nubes.
Algunas
de las piedras la caer sobre la tierra, formaron las colinas rocosas; otras
caídas en medio del océano, hicieron surgir las islas.
Más
de diez años duro la feroz rebelión de los Titanes hasta que cansado, Júpiter,
se decidió pedir ayuda a los Cíclopes, los gigantes que tenían un único ojo
sobre la frente y que vivían encadenados sobre las húmedas cuevas junto al
Tártaro.
Descendió,
pues, a las desoladas profundidades de la tierra y les dijo:
--Concededme
la fuerza de vuestros brazos, ¡oh, gigantes prisioneros! Y yo os librare para
siempre de las cadenas que os aprisionan en estas cuevas, cargadas de malsanos
vapores en las tinieblas del subsuelo.
Los
Cíclopes que en las inmensas fraguas subterráneas, estaban forjando los rayos
de Júpiter, abandonaron sus martillos e irguiendo sus gigantescas cabezas,
contestaron:
-
Nuestra fuerza está a tu servicio, oh, divino soberano.
Y
le siguieron, dóciles, hacia la luz del sol, en la superficie de la tierra.
El encuentro de los Titanes con los Cíclopes fue pavoroso, terrible feroz. Los
Cíclopes blandían a millares las refulgentes espadas; los titanes arrojaban,
furiosamente, gigantescas piedras.
Se
oyó un formidable grito de guerra y el eco llegó hasta el Olimpo y penetró en
los oscuros abismos del Tártaro. Las piedras arrojadas por los gigantes
chocaban ruidosamente, el clamor llegaba hasta las estrellas, los cuerpos
enormes de los combatientes se mezclaban entre sí en la lucha salvaje y sus
gritos desgarraban el aire.
Pero
la batalla continuaba indecisa. Entonces, Júpiter, descendió en su carro
dorado, al campo de batalla y se presentó como el ejecutor de la justicia
divina, entre los enfurecidos gigantes.
Su
rayo poderoso cayó sobre los Titanes, le siguió un trueno ensordecedor, y un
humo sofocante y espeso, envolvió, como un viento maléfico, las filas de los
rebeldes.
Aprovechando
un tumultuoso desorden que siguió a esta aparición, los Cíclopes arrojaron,
grandes piedra sobre los Titanes y Zeus les precipitó en las tristes cavernas
del Tártaro de donde no irían a salir nunca más, Los custodiaban los cíclopes y
los Hecatónquiros. A otros, como Atlas, los condenó a cargar el globo
terráqueo. Algunos titanes que no participaron en la lucha fueron perdonados
como Prometeo y Epimeteo.
Aquella
fue la última guerra que Júpiter hubo de sostener contra los rebeldes titanes.
Después de su victoria, el gran dios reinó indiscutido sobre la tierra y el cielo. Y desde su trono de oro, en los maravillosos palacios del Olimpo, no tenía más que hacer un gesto para que todos, hombres y cosas, le obedecieran ciegamente, al menos eso creía él.
Después de su victoria, el gran dios reinó indiscutido sobre la tierra y el cielo. Y desde su trono de oro, en los maravillosos palacios del Olimpo, no tenía más que hacer un gesto para que todos, hombres y cosas, le obedecieran ciegamente, al menos eso creía él.