Enfurecidos porque Zeus había confinado a sus
hermanos, los Titanes, en el Tártaro, ciertos gigantes altos y terribles, con
cabellos y barbas largos y colas de serpiente en vez de pies, tramaron un
ataque al Cielo. Eran hijos de la Madre Tierra nacidos en la ática Flegras y su
número alcanzaba a veinticuatro.
Sin advertencia previa, tomaron rocas y teas y las
lanzaron hacia arriba desde las cumbres de sus montañas, poniendo en peligro a
los olímpicos. Hera profetizó tétricamente que los gigantes no podrían ser
muertos por ningún dios, sino sólo por un mortal particular con piel de león y
que incluso éste nada podría hacer a menos que se anticipase al enemigo en su
búsqueda de cierta hierba de invulnerabilidad que crecía en un lugar secreto de
la tierra.
Inmediatamente Zeus consultó con Atenea y envió a
ésta para que advirtiera a Heracles, el mortal con piel de león a quien Hera se
refería evidentemente, cómo estaban exactamente las cosas; y prohibió a Eos,
Selene y Helio que relucieran durante un tiempo. A la débil luz de las
estrellas, Zeus recorrió a tientas la tierra, y en la región a la que le
dirigió Atenea encontró la hierba, que llevó felizmente al Cielo. Los olímpicos
podían ya luchar contra los gigantes. Heracles lanzó su primera flecha contra
Alcioneo, el caudillo de los enemigos. Cayó a tierra, pero se levantó de ella
vivificado, porque aquella era su tierra natal de Flegras. «¡Rápido, noble
Heracles! —gritó Atenea— ¡Arrástralo a otra región!» Heracles tomó a Alcioneo a
cuestas y lo arrastró hasta el otro lado de la frontera tracia, donde lo mató
con una maza. Luego Porfirión saltó al Cielo desde la gran pirámide de rocas
que habían amontonado los gigantes, y ninguno de los dioses logró mantenerse
firme.
Solamente Atenea adoptó una actitud defensiva.
Pasando a toda prisa por su lado, Porfirión se lanzó contra Hera, a la que
trató de estrangular, pero herido en el hígado por una flecha oportuna
disparada por el arco de Eros, cambió su ira por lujuria y rasgó la magnífica
túnica de Hera. Zeus, al ver que su esposa iba a ser ultrajada, corrió a la
lucha con una ira celosa y derribó a Porfirión con un rayo.
Volvió a levantarse, pero Heracles, que regresaba a
Flegras en aquel preciso momento, lo hirió mortalmente con una flecha.
Entretanto, Efialtes había vencido a Ares, obligándolo a arrodillarse ante él,
pero Apolo hirió al desdichado en el ojo izquierdo y llamó a Heracles, quien
inmediatamente le clavó otra flecha en el derecho.
Así murió Efialtes. Y sucedió que, cada vez que un
dios hería a un gigante —como cuando Dioniso derribó a Éurito con su tirso, o
Hécate chamuscó a Cutio con sus antorchas, o Hefesto escaldó a Mimante con un
caldero de metal candente, o Atenea aplastó al lascivo Palante con una piedra—
era Heracles quien tenía que asestar el golpe mortal. Hestia y Deméter, las
diosas amantes de la paz, no intervinieron en la lucha, sino que permanecieron
aterradas y retorciéndose las manos; sin embargo, las Parcas manejaban las
manos de mortero de bronce con mucha eficacia.
Desanimados, los demás gigantes huyeron de vuelta a
la tierra perseguidos por los olímpicos. Atenea lanzó un gran proyectil contra
Encelado, quien quedó aplastado y se convirtió en la isla de Sicilia. Y Posidón
arrancó una parte de la isla de Cos con su tridente y la arrojó contra
Polibotes, esto se convirtió en la cercana islita de Nisiros, bajo la cual yace
enterrado el gigante.
Los demás gigantes hicieron una última resistencia
en Batos, cerca de la arcadia Trapezunte, donde la tierra todavía abrasa y los
labradores desentierran a veces huesos de gigantes. Hermes pidió prestado a
Hades el yelmo de la invisibilidad y derribó a Hipólito, y Artemis atravesó a
Gratión con una flecha, en tanto que las manos de mortero de las Parcas rompían
las cabezas de Agrio y Toante. Ares, con su lanza, y Zeus, con su rayo, dieron
cuenta del resto, aunque llamaban a Heracles para que rematara a cada gigante
cuando caía. Pero algunos dicen que la batalla se libró en los Campos Flegreos,
en las cercanías de Cumas, en Italia.