Reinaba en Esparta, pequeña ciudad de Grecia, el joven príncipe
Menelao, hijo de Atreo y hermano del poderoso rey de Micenas, Agamenón. Su
morada real era pequeña, casi rústica, pero él vivía feliz en medio de su
pueblo, al que amaba, teniendo a su lado a la mujer que había conquistado
venciendo a mil rivales.
Éstos, los más poderosos y gallardos entre los príncipes aqueos,
llegaron de todas partes para disputarse la mano de Helena, hija de Leda, la
mujer más bella del mundo. Hacía dos años que Menelao había desposado a Helena,
y tenían una linda niña que se llamaba Hermíone.
Un día quebró la quietud de la pequeña ciudad la llegada de algunos
extranjeros. Éstos entraron por la puerta principal y bajaron de sus caballos
en la plaza, frente a la morada real, en medio de un grupo de curiosos que
miraban maravillados sus extrañas vestimentas, sus monturas cubiertas de polvo
y sus rostros bronceados, de tipo oriental.
Entre los recién llegados se destacaba un joven de singular belleza
que, por la riqueza de su vestimenta y la dignidad de su porte, parecía ser el
jefe. Éste entró con un compañero en la mansión del rey Menelao y solicitó
asilo para sí y los suyos. “Yo soy —dijo—— el príncipe Paris, hijo de Príamo,
rey de Troya. Viajo para anular un presagio de Apolo de Delfos, y quisiera
detenerme aquí durante algunos días para que descansen mis hombres y mis
caballos.”
Menelao acogió de buen grado al huésped; hizo preparar el baño y los
ungüentos perfumados, y un convite digno del extranjero. Durante el banquete,
Paris resplandecía de juventud en las suntuosas vestimentas asiáticas. Se
abrieron las puertas del salón, y apareció la dueña de casa acompañada de sus
doncellas.
Con sólo verla, el huésped comprendió que su viaje no había sido
inútil. Helena le pareció más hermosa aún que la diosa aparecida en aquella
lejana mañana, entre las encinas del monte Ida. Por desgracia, el pastor había
suscitado el mismo sentimiento en el corazón de Helena, a quien Afrodita,
invisible, susurraba palabras persuasivas.
Esa misma noche, mientras la mansión real se hallaba sumida en el
silencio, los extranjeros ensillaron los caballos y salieron sin ruido de la
ciudad, llevando consigo la presa codiciada, a la hermosa Helena.
Para mayor vergüenza Paris robó. Además de Helena, todo lo más precioso
de la casa de su anfitrión. Pocas horas después, un veloz navío cretense,
impelido por fuerte brisa, se deslizaba sobre. el mar Egeo, transportando a las
costas de Tróade su cargamento, triste presagio y fruto de traición.
Así empezó la famosa historia de la Guerra de Troya.