El desierto como un extraño espejo del vacío, como la extensión imprecisa de nuestros deseos, una espera monótona mientras el tiempo no fluye sino se escapa, huye incontenible entre la fina arena por la que algún día vendrán los invasores tártaros. ¿Y si no llegan nunca?
La fascinación que desde su aparición en 1940 ha despertado El desierto de los tártaros, la más célebre novela de Dino Buzzati (1906-1972), proviene del paisaje formal de la fábula que narra, no de su significación oculta.
Con todo, la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente, se halla cargada de resonancias que la conectan con algunos de los más hondos problemas de la existencia: la seguridad como valor contrapuesto a la libertad, la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización, la frustración de las expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia.
Con todo, la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente, se halla cargada de resonancias que la conectan con algunos de los más hondos problemas de la existencia: la seguridad como valor contrapuesto a la libertad, la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización, la frustración de las expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia.
Les dejo unas palabras acertadísimas de un bloguero: "El desierto de los Tártaros es una terrible metáfora humana sobre nuestra vida. Puede tener miles de escenarios. Pueden ser nuestras ciudades, nuestras parejas, nuestros trabajos, nuestras militancias. Es el símbolo del precio que nos cobra la dignidad.