“El no creerme del todo mi oficio me permite observarlo con distancia, como si no estuviera involucrado en él. En los años que llevo “fingiendo” ser maestro, algunos alumnos me han hecho sentir capaz de ser bueno y otros, felizmente, no me dan importancia, poniéndome en mi sitio. ¿Por qué se sigue estudiando educación en el Perú si el sueldo de un profesor es insultante? La primera obligación del profesor es desnudar sus verdaderos motivos.
Ser maestro es un oficio de anfibio, una extraña mezcla de actividad intelectual y negocio del espectáculo. El profesor dice que quiere enseñar y orientar, cuando en verdad quiere ser escuchado, contemplado y obedecido. Se siente Dios en el sexto día porque su obra es otro hombre. Ser maestro también es oficio de vampiro: beber el vigor, la alegría y la inocencia de los otros. Así que mejor empiezo a confesar mis robos.
Por mis alumnos, me he sentido grande y poderoso. A veces hasta sabio y elocuente. Me he sentido padre, compañero, hermano, amigo. También, aunque duela confesarlo, me he sentido hijo, hombre débil que se ampara en otra fortaleza. He cogido sus miradas atentas y las he llevado conmigo para salvarme de la soledad y de la pena. Solo al recordarlas he podido abandonar la seriedad y darle menos importancia a mi vida.
He dialogado en silencio con muchos y me he sentido lúcido y ameno. He aprendido la bondad y el candor de algunos; de otros, en cambio, he copiado el vigor, la seguridad, el entusiasmo. Porque los chicos deben ver en un maestro a una persona firme, que les muestre que llegar a la adultez es deseable.
Eso es lo que exhibo, pero muchas veces no es lo que siento. A veces creo que la vida no vale la pena ser vivida, que no es importante conseguir lo que se quiere. Pero jamás he compartido con un alumno un momento de depresión. Cuando murió mi padre me ausenté del colegio para no compartir con mis compañeros mi duelo. Así que he pasado la mitad de mi vida tratando de mostrar a mis alumnos algo que no siempre soy. Me persigue un sentimiento de usurpación, de estar en el lugar de otro.
Creo que más importante es lo que el maestro calla: no se educa con la prédica, sino con la conducta. En este sentido, maestros son Sócrates, Jesús, Teresa de Calcuta, Buda. Pero yo no. No me sorprende que a mis alumnos no les dé la gana de estudiar, porque yo tampoco la tuve. No me siento capaz de sermonear a un chico que ha robado, porque yo también he robado. Pero sí puedo sentir por él mayor comprensión y, como maestro, empezar a corregirlo.
Me satisface, sin demagogia, sentir que mi alumno ya se olvidó de mí. Me molesta encontrar a un ex alumno que todavía está buscando el vínculo umbilical y que aun no se enfrenta al mundo. Por él solo puedo sentir remordimiento. Porque quien prepara a un hombre para que corra los cien metros planos no lo hace para que sea menos que él, sino para que gane.
Eso es lo que trato de hacer con mis alumnos. Aquí esta la perfección del maestro, lo que yo no tengo: el desapego. No perder de vista que esa extraña relación afectiva entre maestro y alumno siempre está a punto de morir. He visto llorar y sufrir a profesores porque se involucran demasiado con sus alumnos. Dice Fernando Savater: “Llorar y sufrir nos puede confirmar humanos, pero de ninguna manera nos confirma maestros”.
Dice Freud que los maestros ocupamos el lugar del padre. Yo no estoy de acuerdo. Nuestra ventaja no está en saber más de pedagogía, sino en sentir que los hijos no nos pertenecen.
Es más difícil, pues, ser padre que maestro. Quiero ser transparente: no se trata de anular la relación humana y la calidez entre maestro y alumno, sino solo la intimidad. El problema es cuando el profesor carece de suficientes vínculos afectivos y depende demasiado de sus alumnos. Creo que esas personas no deberían trabajar en este oficio.
Un buen maestro es quien mantiene una relación asimétrica con sus alumnos: da y no espera recibir. Yo, lo máximo que espero que se afirmen a sí mismos y que sepan adaptarse a este mundo. Me preocupan las personas que quieren imponer su originalidad por encima del mundo, pero también las que aceptan el mundo sin defender ninguna originalidad.
Cuando encuentro un ex alumno en la calle, no me interesa saber que estudia. No me interesa tampoco si ha ingresado en el primer puesto de una universidad porque igual puede ser un canalla. Me interesa cuál es su pasión y si la está llevando a cabo. Creo que la pasión es lo único que nos salva.
El afecto entre un profesor y un alumno existe, pero es abstracto: Cristo no amaba a Judas o Juan, sino a la humanidad. Al maestro se le va un alumno y tiene que olvidarse de él para amar a todos los que vengan. Ama a la infancia y no a un solo niño. Separarse de los alumnos, lo que no puede parecer una desgracia, es la condición que permite la salud de una relación educativa.
Los amores, el filial y el de pareja, suelen estar contaminados de luchas por la posesión. Esta extraña relación entre maestro y alumno es, en cambio, como esos encuentros breves y furtivos. Como van a terminar pronto, solo queda la generosidad, la entrega, la gran performance. Me alegra entonces que mis alumnos se vayan. Así me enseñan que las cosas bellas se terminan, pero que la vida continúa”.
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