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El profesor (2005) de Frank Mc Court y Mal de escuela (2008) de Daniel Pennac no son de esos textos insufribles escritos por pedagogos -o psicólogos- que nunca en su vida han enseñado, sino que son dos recorridos memoriosos y reflexivos sobre la actividad docente; los múltiples avatares cotidianos del profesor; la conducta mudable y rebelde las jóvenes generaciones; y la dimensión verdadera de una de las más esforzadas y vapuleadas profesiones humanísticas. 
Desde dos culturas diferentes(EEUU y Francia) y dos generaciones disímiles, los ya famosos autores nos ofrecen, en sus respectivas obras, antes que nostalgia o anécdotas, esa sabiduría impagable que da la experiencia. Mc Court nos relata con humor entre otras cosas cómo reacciona ante un acto gravísismo de indisciplina en su primer día en un aula "problema"; cómo sus alumnos empiezan a prestar atención cuando les relata una historia vivida; cómo los padres exigen que eduque a muchachos que ni ellos mismos pueden manejar. Muy cercano, empático y cálido este gran libro. 
A su vez Daniel Pennac recuerda con sarcasmo su nulidad intelectual en el colegio, su limitadísisma memoria y luego, cuando ya es profesional, famoso y reconocido, el asombro de su madre ante la evolución de su hijo, el "zoquete" de la familia; y  la incertidumbre y la sospecha que todo es un equívoco monumental a punto de ser develado. Otra gran lectura para meditar sobre eso que llamamos "inteligencia".
Al respecto, les dejo dos reseñas. La primera de Inés Calvo sobre El profesor, y la otra sobre Mal de escuela tomada de la web Solo de Libros.  
Al final de cada reseña está el enlace respectivo para descargar el libro completo.

El profesor
El profesor McCourt me ha conmovido. Porque yo también lo soy.  Por eso leí el libro de McCourt, no porque sea un autor irlandés que se ha hecho famoso por contar su autobiografía como niño pobre e infeliz en los suburbios dublineses.
Me imaginaba que sería un libro como tantos otros sobre el tema: un compendio de experiencias tan meditadamente relatadas de forma políticamente correcta que llegan al papel muertas bajo un estilo soporífero. O bien una exaltación del trabajo del docente con la visión tierna y paternalista de los manuales educativos decimonónicos. Sin embargo, la obra de McCourt botó ante mis ojos llena de vida bulliciosa, de inmediatez explosiva, llena de sinceridad.
McCourt en este libro sigue siendo tan auténtico como en los anteriores, porque cuenta la verdad y la cuenta emocionándonos. Aunque, como él mismo confiesa, ha tenido que utilizar el humor para no sumir a sus lectores en la más profunda de las depresiones; y si eso puede suceder con lectores ajenos a la profesión de la que habla, imaginémonos qué ánimo se nos queda a profesores que como nosotros, aún se hallan ejerciendo su tarea intensa y diariamente.... Pues para nosotros, ha sido un alivio, un consuelo y a la vez un acicate reconocernos en el personaje que McCourt ha rescatado al rescatarse a sí mismo de su pasado, el profesor anonadado en sus primeras clases frente a alumnos rebeldes y difíciles, compasivo por padres confusos ante sus hijos desconocidos pertenecientes ya a otra generación tan distinta a la suya, sufridor constante de la impertérrita intromisión de los políticos y sus incoherentes reformas educativas, y víctima de la incomprensión y el menosprecio del resto de la sociedad, sorda y endurecida por afrentas pasadas e ignorancias actuales.
Además, detrás de toda su vida dedicada a la enseñanza, late una palabra nunca dicha, pero que está ahí, que se presiente como acechando ante cualquier debilidad del ánimo para saltar sobre el autor o sobre su público: La palabra “fracaso”. Tener que dedicarse a la enseñanza, casi siempre como profesor temporal o interino, suponía para el autor y para la gente que le rodeaba, ser un fracasado, frente a otros profesionales similares pero más valorados, como por ejemplo, los catedráticos de la universidad, los críticos literarios o los escritores consagrados. Y es fantástica, aunque también característica de él, la humildad con que nos cuenta el desperdicio de su dos años intentando hacer una tesis doctoral en Irlanda, y su vuelta a casa “sin nada”, otra vez adentrado en la palabra no escrita, el fracaso. O el final de su matrimonio, otro fracaso más, relatado con sencillez y llaneza; qué grande hay que ser para saber hacerse tan pequeño.
Los dos últimos capítulos, cuando McCourt es ya querido y respetado como profesor sin embargo son los más flojos, aunque antes está esa clase magistral de escritura creativa metamorfoseada por obra y arte de la originalidad en pic-nic en el parque, como culminación de la transformación de los libros de cocina en modelos literarios. Antes hemos pasado por tantas anécdotas, tantas historias, tanta vida académica acumulada que una profesión aparentemente aburrida se convierte en algo apasionante.
Nosotros ya hemos empezado a ver nuestro trabajo de otra manera.

 Mal de escuela
Daniel Pennac vuelve a darnos una lección magistral, repleta de lucidez y sentido del humor, en este “Mal de escuela”, un libro que versa sobre ese eterno tema de debate que es el fracaso escolar. El acierto de Pennac es enfocar la visión de esta obra directamente sobre el mal estudiante, de modo que singulariza cada individuo de esa estadística negra que mancha todo sistema de educación.
 Daniel Pennac fue un mal estudiante, lo que él mismo llama “un zoquete”, y esa circunstancia le permite abordar el espinoso asunto desde una perspectiva pegada a la realidad, lejos de retóricas de despacho. Su experiencia como profesor durante veinticinco años, en muchos casos impartiendo clases a alumnos especiales, le concede también el punto de vista de quien está al otro lado, tratando de trabajar día a día con alumnos desmotivados, que se empeñan en levantar con esfuerzo una barrera entre ellos y el conocimiento.
 Pennac nos dibuja así el retrato de un alumno que no pretende ser rebelde, que no es necesariamente poco trabajador, pero que no rinde en clase, simplemente porque no comprende. En algún momento se ha descarriado, separándose del resto de la clase. Incapaz de asimilar alguna noción y perdido el pie, la distancia entre el grupo y él se va haciendo cada vez mayor. Convencido de su incompetencia, el alumno se rinde.
Ante esta situación, profesor tras profesor se aferra al conocido recurso de “Le falta base”, para abandonar a su suerte a un náufrago que se hunde y que, entonces sí, puede adoptar esa actitud de rebeldía o de ser incomprendido que tanto gusta entre los adolescentes. Pero su fracaso es el del profesor que no acierta a derribar la barrera que le separa de la materia que debe dominar, y que prefiere encogerse de hombros antes que dar marcha atrás hasta el momento en que el alumno descarriló.
 Por su parte, los padres del mal alumno raras veces saben afrontar el problema y plantearse seriamente la búsqueda de una solución. La falta de tiempo o la desilusión les llevan a mirar para otro lado, fingiendo que todo está bien, o a estigmatizar al estudiante, augurándole el más negro de los destinos como consecuencia de su ignorancia e ineptitud.
 Como consecuencia de las actitudes de quienes deberían ayudarle, el joven abandona por completo cualquier esfuerzo. Convencido de que estudiar no va con él, deja que crezca sin cesar la muralla que lo separa de sus compañeros, profesores y padres. Los esfuerzos que debería emplear en formarse, se le van en encontrar excusas que le justifiquen ante unos y otros, una agotadora tarea que, sin embargo, no le reportará más que insatisfacción.
 Aunque Pennac apunta que el mal alumno existe desde el principio de la educación pública, a la que parece inherente, no deja de señalar la parte de culpa que en los últimos tiempos puede tener en el fracaso escolar la pérdida de valores de nuestra sociedad, que ha convertido a nuestros niños y adolescentes en consumidores de pro, incitándoles a adquirir productos (con un dinero que aún no ganan) y sin darles tiempo a que se hagan con los conocimientos y la madurez necesarios para desarrollar un criterio propio.
 Pero, afortunadamente, hay profesores y familias que se implican, esforzándose en derribar la barrera que los malos estudiantes levantan en derredor. Les convencen de que no son unos fracasados, de que estudiar y aprender sí va con ellos y les demuestran que el futuro les tiene un lugar reservado. A base de hacerles comprender que al conocimiento se llega por los pasos contados, que cada clase o cada hora de estudio es importante en sí misma, sin tener que medir continuamente el conjunto, logran, por ejemplo, que un mal alumno se convierta en un profesor y novelista de la talla de Pennac.

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